Cada alejamiento parece pretender una búsqueda
Guillermo Mena
Ana Benedetti – 13 de septiembre al 25 de octubre del 2019
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En otras lenguas no existe vocablo para designar aquello que llamamos arte, ni tampoco un término para designar lo bello tal como se entiende desde la estética. Acostumbrados a la naturalización del lenguaje, olvidamos que sucede algo parecido con otras palabras. Tampoco existe paisaje para designar una vista de la naturaleza, y menos aún, un género pictórico. Nuestros antepasados, explicó Régis Debray, atravesaron durante largo tiempo países, no paisajes. En tanto país, el paisaje se transforma en territorio del afecto, en el lugar donde se ha nacido: la patria. Este tránsito de sentidos hace que las imágenes de Ana Benedetti no describan una contemplación estética sobre la naturaleza, sino anuncien un espacio común.
La manera en la que produjo sus obras no es continuidad de los escapes modernistas en que el citadino huía en busca del “paisaje” como motivo. (Cézanne se sorprendió al hablar con un campesino quien dijo nunca haber visto la montaña Sainte-Victoire. ¿Verdaderamente nunca la había visto?). La relación que aquí se manifiesta no es óptica, sino háptica: de contacto. Aunque la vista más cotidiana sea desde una ventana, la experiencia pierde su rectángulo de visualidad. Entonces el paisaje ya no es algo a conquistar, sino aquello que conquista lo cotidiano, transformándose en algo intangible, casi abstracto. La pintura como materialidad contenida en un soporte se esfuma hacia sensaciones efímeras, volátiles y frágiles que estimulan más una visualidad errante que una mirada fija en un punto privilegiado. Los espectros lumínicos, los objetos estratigráficos, las pinturas cenitales encienden un paisaje ausente.
En el bastidor que desprende pigmento convertido en luz, la materia está ahí para producir un reflejo, una ilusión, un encuentro fortuito. A medida que la pintura se desmaterializa el color se satura -la luz no admite otra condición cromática-, y la pregnancia del espectro lumínico se apodera de la deconstrucción del lenguaje-pictórico y nos somete a experiencias corporales y visuales más amplias. Volvemos entonces al entorno común, a aquello que, inmutable, desde hace miles de años, produce, con matices, esos destellos luminosos.
Clarisa Appendino
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